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CUENTOS

 

Kóser

 

Un ruido ensordecedor comenzó a resonar en el silencio de la tarde. Las torres del castillo, esbeltas e indestructibles, caían abatidas sin posibilidades de defensa. Los atacantes disparaban sus proyectiles directamente hacia sus objetivos y el estruendo del choque se multiplicaba a lo largo y a lo ancho de todo el campo de batalla. Con su griterío y con el polvo levantado, se oscurecía totalmente el sol del mediodía. Los lamentos de los heridos, el fuerte y constante golpeteo de las piedras fue interrumpido cuando se escuchó esa potente voz:

  ¡Miren el bochinche que hacen a la hora de la siesta! ¡Déjense de joder y todos adentro! Fue mi padre quien interrumpió la estruendosa batalla.

Con Santiago ingresamos a la casa y fuimos directamente al dormitorio. Paqui y Juan Carlos salieron por el portón para dirigirse a sus casas. En el fondo del patio quedaron los huesos– torres desparramados, mezclados con las piedras de canto rodado que oficiaron de proyectiles.

Por la noche, nuestro padre nos recriminó haberlos dejado desparramados en el patio. Eran sus “Kóser”, unos huesos disecados de patas de caballo con los que, los domingos después de misa, jugaba con sus amigos. Después de la siesta y antes de irse a trabajar, los juntó, les pasó un trapo para quitar el polvo y los guardó en su caja de madera.

Pasaron muchos años de aquella siesta. Hoy Juan Carlos no está. Paqui vive lejos. Mi hermano tiene ideas difusas en su memoria. Al recordar aquella travesura sigo creyendo que fue una especie de profanación. No puedo olvidar aquel domingo, unos días después de aquel reto, cuando me invitó a jugar en lugar de hacerlo con sus amigos.

Primero me pidió que colocara los huesos en los lugares correspondientes. Así lo hice con veinte de ellos en una línea recta en el fondo del patio. Enfrente y más o menos a unos quince metros de distancia, una cantidad similar. A ambos lados de las filas pusimos uno más en calidad de “guardia”. Realmente, un campo de batalla.

Entonces él tomó cinco huesos y, desde una punta de la cancha, comenzó a lanzar, con mucha precisión, cada uno de los “tiradores”, volteando primero los guardias y, luego, el grupo de los veinte que formaban el frente del enemigo. Cuando realizó sus cinco tiros, quedaban pocos en pie. Fue mi turno.

Mi ataque fue lamentable. Los proyectiles no llegaron a la defensa enemiga. Mi padre, rompiendo las reglas del juego, acercó las filas de los “Kóser” para que, con mis tiros de niño, pudiera voltear algunos de los huesos.

Fueron muchos los domingos que debí utilizar para que pudiera empatarle y, entonces, jugar una revancha. Pasaron muchos más para ganarle.

En el partido final, cada jugador intercambiaba sus tiros con el contrincante para evitar ventajas y, seguramente, para generar el suspenso necesario antes de festejar el triunfo. No recuerdo si fue mi creciente pericia o una oculta ventaja la que me permitió gritar por primera vez la victoria: toda la fila de los huesos de pata de caballo estaban abatidos.

Desde entonces, cada tanto, los despierto de su caja y los acomodo en una cancha imaginaria. A pesar del tiempo transcurrido, nunca aprendí a voltear los “Kóser” con pocos “tiradores” como lo hacía mi padre. –