Mostrando entradas con la etiqueta 2.2.4.2.2 La escalera. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 2.2.4.2.2 La escalera. Mostrar todas las entradas

La Escalera y su añoranza

 

            Baixant de la font del gat, una noia, una noia”. Cantábamos tomadas de la mano, subiendo y bajando el primer peldaño de la escalera, al ritmo frenético de nuestra ronda.

             Baixant de la font del gat, una noia i un soldat”. En un baile interminable, cuatro niñas, con vestidos blancos hasta la rodilla y zapatitos de cuero, lográbamos inundar la escalera de risas y canciones.

            Pregunteu– li com se diu: Marieta, Marieta, pregunteu– li como se diu: Marieta de l´ull viu[1]. El ritmo no tenía pausa ni fin. Sería la última vez que cantaríamos juntas esa ronda. Al día siguiente, iniciaría con mis padres un viaje sin retorno a la Argentina y, como un último intento de alegría compartida, acentuábamos con fuerza cada una de las palabras.

             Baixant de la font del gat”, una y otra vez hasta que, desde el ático al final de la escalera, resonó la voz de mi madre: ¡Montse, que ya es hora!

            No hubo despedidas. Con la agilidad de los cinco años comencé a trepar, a los saltos, los peldaños de esa larga escalera que estaría presente durante toda mi vida. Sabía que, al día siguiente, al bajar con mis padres y todas nuestras maletas, ya no habría más cantos ni rondas ni niñas. Sólo lágrimas y recuerdos.

             Dejé todo arreglado en Argentina. Los hijos, la casa, el trabajo y mis responsabilidades. Esta pausa en una vida de constante trabajo me permitiría saldar la cuenta pendiente con mi extrañeza. Llegamos al amanecer y, unas horas después, andábamos por la ciudad. Llenaba mi vista con los nuevos y viejos colores que la caminata me formulaba. Inhalaba profundamente los aromas y los olores que inundaron la Barcelona de mi niñez. Buscaba recordarlos, aunque, en el fondo de mi corazón, deseaba con absoluta ansiedad llegar hasta la escalera.


            Cuando pasamos por el “Mercado de la Boquerie”, ese intenso caleidoscopio de perfumes y colores, resulté transportada hasta cincuenta años atrás, a un tiempo congelado. Traspasar el gran portal de hierro, con el frenesí de los habituales compradores y con la maravillada sorpresa de los turistas, me permitió recorrer ese pintoresco laberinto tomada del brazo de mi esposo. Lo remplacé mil veces por mi abuelo, por mi padre o por mi madre, con quienes rutinariamente pasábamos a comprar el pescado y las habas, las judías, la carne y la verdura.

            Decidimos salir a las Ramblas. Innumerables imágenes de ese río de gente, alegre y serenamente despreocupada, volvían a transportarme al año 1949. El mismo río, el mismo ritmo, la misma música y ese aire fragante de sardana que que hormigueaba en mis piernas. Flores y más flores y algunos pájaros; mimos y estatuas humanas, artistas callejeros y terrazas de café humeante, donde todos podían detenerse a mirar y a escuchar el abigarrado lenguaje de una multitud en constante movimiento.

            Nos internamos en las calles y las plazoletas del barrio. Edificios reciclados, calles ordenadas, algunas solamente peatonales, llenas de glamoroso encanto, con sus nuevos negocios de bares, restó y casas de alta moda. No encontré mis antiguas callecitas en las que caminaba hasta la plaza de San Jaime o las que recorríamos saltando y brincando con la Nuria, la Roser y la Paquita. Las mismas calles que, ahora, con mucha vida y con un sobrecargado colorido, lograron acunar ese sentimiento de temor, más allá de la ansiedad que no pude sacarme de encima desde que dejé la Argentina. Miedo por reencontrarme, luego de muchos años, con todo lo que significaba la vivienda de mi niñez, de la que hoy jamás tuve noticias. Ansiedad, por las imágenes llenas de emotivos recuerdos o de oscuros fantasmas olvidados. Fue, entonces, cuando apuramos el paso y, luego de algunas vueltas, nos encontramos con el número 30 de la Calle Avignón.

            El asombro se hizo presente en mis ojos en tanto el corazón palpitaba aceleradamente. Nada había cambiado. Los tres pisos de la esquina y el ático estaban ahí, con su pintura vieja y descascarada de color ocre en las paredes, con los grandes ladrillos creando bordes acentuados en las esquinas, con los balcones de hierro despintado llenos de macetas con geranios rojos y morados, con sus amplios ventanales y las cortinas de bolillo. Luego de contactar a los dueños de casa ingresamos para ver el interior. Esa inmensa escalera, que había estado presente en mi vida a lo largo de muchos años, estaba nuevamente ante mis ojos: con sus lozas de mármol color gris, su baranda de hierro forjado y el mismo pasamano de madera lustrada. En la penumbra del hall demoré unos instantes en acostumbrar mi vista. Al hacerlo, advertí la normalidad de la escalera. No era lo inmensa que mi imaginación infantil había magnificado y mantenido en el tiempo y la distancia.

            Me puse a llorar. De emoción. Realmente me encontraba tan conmovida como expectante, ya que se agolpaban recuerdos y sensaciones. Entonces, comparecieron nítidamente las imágenes de mis padres y mis abuelos y el de aquellas niñas cantando una y otra vez: “Baixant de la font del gat, una noia i un soldat”.

            Me senté un instante en uno de los escalones, mientras mi esposo me decía que mirara la cámara, que me relajara, que levantara la cabeza, que sonriera. Su preocupación era congelar ese momento. Me daba cuenta que no podía acompañarlo ya que las lágrimas me superaban. Yo simplemente miraba. El tomaba fotografías tanto como yo quería huir de ese lugar. Cuando me dio la mano para ponerme de pie, comprendí que debía despedirme nuevamente, como lo hice una vez, hacía muchos años.

            Mi vida estaba en Argentina, donde habían quedado mi casa, mi trabajo y mis hijos con sus raíces y sus destinos. Donde había dejado a mi madre que no quiso acompañarme y a mi padre que no pudo verme partir porque él lo había hecho antes. Fue en ese instante, cuando se me presentaron las fugaces instantáneas de todos aquellos años que terminaron por marcar mi añoranza. Instantáneas de mis padres que lo habían dejado todo para embarcarse hacia un nuevo lugar, en busca de rehacer la vida que desearon para sí en Barcelona. Vida de trabajo con silencios de extrañeza, de esfuerzos por los sueños en los hijos. Vida de llantos ocultos porque sus hijos crecían donde se había recuperado el respeto y la esperanza. Una vida en la que nunca pudieron animarse a la pregunta pudorosa de si había sido conveniente migrar para seguir adelante con toda la fuerza o quedarse a masticar un destino insatisfecho. Vida en la que se prohibieron los recuerdos para apagar el dolor con el olvido.

            Sin embargo, la escalera siempre estuvo presente.

            Para mi madre, ya que era su vida, la de todos los días. La preocupación por mantenerla limpia, desde la entrada hasta el ático, varias veces por semana, incluyendo las barandas y el lustrado del pasamano. No puedo olvidar esa imagen bajando los escalones de rodillas, con su delantal en la falda y el pañuelo azul en la cabeza, atendiendo con balde y cepillo, la lejía que repasaba suavemente.

            Para mi padre, serio y preocupado por una nueva vida, porque sólo deseaba ser un peldaño más de esa escalera, por el que sus hijos podrían subir al punto más alto al que desearan llegar. Esa fue la razón de su partida, junto con sus guardados recuerdos que nunca contó y que, seguramente, tuvieron que ver con el dolor de su juventud.

             En ese instante recordé mis correteos por el ático, mi mirada por la ventana a la escuela de arte que quedaba enfrente, donde las estatuas, encerradas en largas columnas, se transformaron en gigantes durante todo el tiempo en el que no volví a verlas.

            Aparecieron, también, el tranvía, los paseos por la Barceloneta y las meriendas en el parque Güell. Pero nunca pude alejar, en la brevedad de ese segundo, las voces de mis amigas que seguían cantando “Pregunteu– li com se diu: Marieta, Marieta, pregunteu– li como se diu: Marieta de l´ull viu”.

 

            Salimos a la calle. Enfrente, las dos estatuas del Centro de Arte, de tamaño natural, observaban con su silencio de piedra la emoción que recién hoy puedo comenzar a contar.–

 



[1] Bajando de la fuente del Gato,

Una novia, una novia:

Bajando de la fuente del Gato,

Una novia y un soldado.

Pregúntenle como se dice,

Marieta, Marieta

Pregúntenle cómo se dice

Marieta, de los ojos azules.

(ronda infantil catalana)