Resonaban en mis
oídos las conversaciones en ese dialecto que alguna vez quise balbucear, notaba
los aromas que salían de las cocinas, tan iguales a los de la abuela; algunas
señoras mayores con sus vestidos largos y oscuros, el cabello recogido en un
rodete y un pañuelo claro que rodeando el cuello se anudaba sobre los hombros. Algunos
hombres con sus viejos sacones negros y sus sombreros que me remitían a los
primeros tiempos de la colonia. La calle de la entrada me fue llevando hacia
una más ancha donde se asomaba la iglesia con sus torres, la escuela, las
casonas más encumbradas en su tiempo. Un cordón en el medio de la acera
permitía un macetero largo, interminable con los flores de estación sumamente
cuidadas. No deseaba perderme esta primera visión del lugar, por lo que comencé
a circular tanto por la calle ancha como por sus calles interiores para redescubrir
la fisonomía de un pueblo que - me han contado - fue creciendo desde su
fundación, modernizándose con el paso del tiempo y manteniendo dentro de sus
propios pliegues, toda la vida que la historia y la tradición ha creado.
De mis andanzas de
chico recordaba apellidos y nombres, quienes vivían en cada casa y que, hoy muy
probablemente, no fueran los mismos, como tampoco lo eran las de mis abuelos y
mis tíos. Probablemente otra gente viviría allí con los mismos perfumes y con
los mismos sonidos guturales del dialecto. Las casas de comercio por un lado,
las instituciones privadas vinculadas al desarrollo educativo o tecnológicos, los
servicios desde el correo hasta la telefonía, pasando por la cooperativa
eléctrica, la comisaría, la radio y el canal televisivo y la delegación
municipal. Los pequeños emprendimientos que se crearon, modificaron viviendas,
ocuparon los espacios vacíos, lugares de correteos de nuestra niñez.
Aparecieron las placas indicadoras de las calles y, a pocos metros del centro,
en alguna esquina, algún monumento recordatorio. Más allá. pero no fuera del pueblo,
el cementerio, que se ve desde la calle, con sus cercos bajos y su portal eternamente
abierto.
Mi primera mirada
tenía que ver con el conjunto y la primera conclusión a la que pude llegar era
que había una cierta unidad en su faz constructiva donde no desentonaban las
casas mejoradas con algunas antiguas que mostraban todavía sus paredes de
ladrillos o sus trazos de adobes. Las calles no tenían asfalto, sin embargo, lucían
consolidadas y limpias, con sus veredas por las que se podía caminar por sus
embaldosados. El antes y el ahora se mezclaban en forma constante. Andar por
sus calles era recibir el saludo habitual de vecinos. El tañido de la campana
del templo resonó en toda la colonia. Anunciaba el medio día.
La colonia tendría
unos tres mil habitantes que, por lo general, eran descendientes de alemanes
del Volga, aunque con el transcurso de los años ya se había producido una
mezcla con habitantes de otras colonias y por supuesto, de otras etnias como
españoles, italianos, criollos y otros más. En cuanto a su forma de ser concluí
que todos se conocían entre sí, que todos trabajaban, sea en sus campos, en
tareas auxiliares. como alambradores, posteros, mecánicos, sogueros. Distintas
funciones hacían que cada uno se ganara la vida como podía. El trabajo de campo
implicaba los distintos niveles productivos como la agricultura y algo de
ganadería, entre ellas, el tambo y la quesería. Otros niveles menores se iban
dejando de lado por las dificultades de producir, como el huerto o la quinta,
lo mismo que los frutales o la apicultura, salvo aquellos que lo producían en
una escala doméstica.
Imaginaba en el
transcurso de la conversación que la vida de la colonia era sencilla, con
trabajos para todos, con las clásicas excepciones de enfermedades, mala fortuna
o adiciones. No existía una pobreza excluyente y se advertía una generalización
de la solidaridad. Contaban que el poblado era uno de los tantos que existen en
el país con esa conformación de inmigrantes venidos desde Rusia, desde el Río Volga
, de etnia alemana, que habían llegado a las orillas del río ruso a partir de
la convocatoria de la Zarina Catalina la Grande a partir de 1784, llegando a
nuestro país, tras cien años de estadía en la tierra rusa, a partir de 1878. Esos
otros pueblos se encontraban diseminados en la Provincia de Entre Ríos, en la
de Buenos Aires y La Pampa y también en el Chaco, y seguramente en alguna otra
provincia habría una aldea perdida. Y muchos de aquellos descendientes vivían
en la Capital Federal como en las grandes ciudades, diseminadas por todo el
país. Todas esas aldeas y colonias llegaron a ser hoy poblaciones modernas,
conectadas y totalmente integradas a la vida nacional, manteniendo también las
viejas costumbres y tradiciones del legado familiar, como el recuerdo de los
orígenes, los dialectos y las costumbres que no dejaron de practicar nunca.
Al descubrir esta
tercera muñeca me imaginé ingresar a su mundo cotidiano de vida familiar y colonial
desde muchos años atrás. Los ritos en el
templo, el pequeño altar en el dormitorio familiar, lo religioso se vive con
ternura y respeto. La mesa amplia tendida para los momentos de la comida es
precedida tanto por el laboreo familiar como por la oración de agradecimiento
por el pan recibido y el deseo de extensión hacia todos.
El trabajo del
hombre y de los hijos varones se estructura a través de lo rural y si conservan
el pequeño trozo de tierra desde los orígenes, la trabajan con las escasas
herramientas y el esfuerzo de hacerlo todos los días. Los hijos ya desde hace
muchos años van a la escuela y se preparan para el futuro que muy probablemente
sea distinto a la forma de vida que han llevado hasta ahora. Sin embargo, se
hace bajo la tutela de un respeto, de valores conseguidos con el esfuerzo y la
fe en ellos mismos y en el futuro. Igual sucede con las niñas. Ya se ha
superado el esquema patriarcal de la época de la instalación, aunque se
mantengan algunas ideas y comportamientos típicos para la mujer, que hoy ya
tiene lugares ganados en esa sociedad. El juego dialéctico de la modernidad y
lo heredado se juega todos los días en la vida cotidiana. La iglesia, la
escuela, el campo se funden en la necesidad de conocerse entre todos. El lugar
de encuentro que normalmente sucedía en el patio de la casa se ha cambiado por
una vida social ampliada y la extensión virtual a través de las redes sociales
y los nuevos modos de relaciones. La vida familiar y social se desarrolla en
esa pública intimidad de la colonia.
5.- Los primeros migrantes que llegaron lo hicieron alrededor de 1878 y no dejaron de hacerlo hasta casi la primera guerra mundial. Venían desde las orillas del Rio Volga donde a lo largo de sus cien años de estadía se organizaron en múltiples aldeas hasta llegar a transformar la región en el granero de Rusia. Su estancia en ese país les permitió mantener su propia lengua traída del heimat que hoy es Alemania, su propia religión y su familia. Tomaron poco contacto con los habitantes de Rusia, salvo para los negocios y el trabajo y. aunque fueron invitados a ese país para un gran proyecto poblacional, con muchas promesas seductoras, no lograron convivir con la gente local.
Con el paso del
tiempo, muchas de ellas se diluyeron; las formas de convivencia por normativas
oficiales se modificaron y entraron en una crisis que los llevó a repensar su
futuro: pensar en volver a migrar hacia otras tierras donde pudieran superar su
pobreza, educar a sus hijos en los valores y en la fe y creer que sería posible
vivir mejor. No fue fácil. Significaba decidir una migración, es decir, salir
nuevamente de esta tierra, como los antepasados, organizar una nueva partida,
desguazar los bienes y comenzar la despedida con aquellos familiares que debían
quedarse. Sólo llevarían sobre sus espaldas los recuerdos y la extrañeza,
mientras en su pecho guardaban los suelos y su esperanza.
Desde distintas
ciudades y aldeas, se congregaron para llegar primeramente hasta los puertos
del Báltico, en la zona de Lübeck, cruzar el mar hasta San Petersburgo y luego,
por caminos polvorientos y pantanosos o por los ríos interiores, incluyendo el
Río Volga, llegar hasta el destino final en las orillas de Saratov. No fue
fácil dejar sus tierras. Hasta llegar a destino, los separaban más de tres mil
quinientos kilómetros, un largo año de travesía, con diferentes climas, que no conocían,
por variados países con gentes de muchas formas de vida. Lluvia, frío, calor,
caminos de polvo y de pantano, con una sola consigna: llegar. No había otra opción,
ya que la vuelta atrás era tan difícil como imposible. Sólo seguir adelante.
Mucha gente no llegó. O se quedaron en algunos poblados que los acogieron, o se
enfermaron y murieron. Los que llegaron, besaron la tierra rusa y agradecieron
al dios de su religión por haberles permitido llegar. Y rogaban que les permitiesen
cumplir con ese gran objetivo de vivir mejor.
7.- Llegué hasta la más pequeña de las muñecas. Tan hermosa y brillante como las anteriores. Sólo que ésta tenía en su base un pequeño orificio con una tapa de vidrio que permitía ver un poco de tierra. Alrededor de esa tapa, con una letra pequeñita, se podía leer casi borroneada una palabra que terminaba en Burg. Nada me indicaba cual podría haber sido aquella aldea desde donde había nacido toda esta historia, tan real como la tierra contenida en la más pequeña de la Matrioskha.
Así suelen ser las
historias. Cada cual la interpreta de acuerdo a lo que va viendo y
profundizando. Seguramente la tierra guardada tendría el significado de lo que
dejaron; familia, olores, pequeños bienes, recuerdos, en última instancia, su
tierra. Aunque también podría significar la esperanza que tenían por delante
para aventurarse a un nuevo lugar, a una nueva historia de vivir mejor. Esa
especie de utopía que cada uno tiene. Todas las muñecas abiertas, como
mostrando en su seno un fruto nuevo a descubrir. Jugueteé entre mis dedos con
la más pequeña de las muñecas, suave, altamente significante, disfrutando sus
colores, los brillos y su decoración. Todo me decía que había llegado al final
de una historia. O al comienzo de la misma.
Se que este pueblo
se repite como aldeas y colonias en distintos lugares de nuestro país. Aquellos
alemanes del Volga que llegaron a fines del siglo XIX hoy viven, a través de
sus descendientes, integrados en muchos lugares, en nuestras ciudades. Consolidan
profundamente lo que la Constitución Argentina les ofrecía: una identidad en la
libertad. Viven y disfrutan de la modernidad y de la presencia de la
argentinidad, ofreciendo generosamente sus tradiciones ancestrales, su
lenguaje, su gastronomía, su arte y su música.
Tomé a cada una de
las muñecas, volví a colocarlas en su lugar y las guardé dentro de la mayor.
Una sola historia y muchas a la vez. La Matrioskha más que esconder sus
tesoros, los preserva, los guarda y los ofrece a quien desee penetrar en su
vida misma, sabiendo que le deparará conocimiento, sorpresa y fascinación. Así
es la historia.-
Horacio Agustín Walter, septiembre 2024.